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Desde que tengo uso de razón he tenido un particular interés por los objetos antiguos: libros, relojes, fotografías, etc… Esta afinidad hacia elementos que hoy en día contrastan por extraños y obsoletos, me condujo a comenzar a trabajar dentro de la institución en un proyecto que pueda resumir el origen y las raíces de nuestra asociación, siguiendo como interrogante:

¿De dónde venimos?

Cuando comencé a dar los primeros pasos dentro del área de recuperación de nuestro patrimonio histórico, tomé contacto con algunas personas que compartían mis mismas inquietudes por ciertos aspectos del pasado.

Una de ellas fue el Dr. Manuel González, quien hizo una donación de múltiples piezas de colección para el futuro museo de la AANPBA. Entre dichos objetos, hubo uno que despertó en mí, singular atención. Dentro de una caja de madera oscura erfectamente conservada, se encontraba un hermoso ejemplar del aparato de Ombredanne. Su estructura de metal, opacada por el paso de los años, mostraba una gran predisposición para relucir con un simple pulido; y la bolsa reservorio, construida con vejiga disecada de cerdo, permanecía intacta y era la original del dispositivo (este hallazgo, vinculado al excelente cuidado de la pieza, fue para mí extremadamente llamativo debido a que por ser un material orgánico, dicho componente resultaba demasiado vulnerable al deterioro generado por los cambios de temperatura, humedad ambiente, e insectos como “polillas”). Mi sorpresa fue aún mayor cuando, al abrir la tapa que dicho artefacto tiene sobre la superficie de la esfera, pude apreciar que desde su interior, emana aún, un olor completamente desconocido para mí, pero que sin dudas mi intuición lo identificaba con simpático entusiasmo. En ese momento la vida me dio la oportunidad de conocer los vestigios del tan legendario “Vapor del éter”.

Ante esta experiencia se me dispararon de manera automática tres preguntas: ¿En qué consistía la tan nombrada máscara de Ombredanne? ¿A quién perteneció la pieza que yo tenía en mis manos? y ¿Quién fue el paciente que recibió anestesia con dicho ejemplar por última vez? Dentro de dicho contexto, inicié un camino de búsqueda bibliográfica e investigación, que finalmente terminaría en este artículo.

En cuanto a mi primer interrogante ¿En qué consistía la tan nombrada máscara de Ombredanne?, podría escribir un tratado, o quizás una novela; debido a que este ostentoso objeto, diseñado en 1908 por el cirujano parisino Louis Ombredanne (1871 - 1956), fue el precursor de la anestesiología moderna, y tanto en Europa como en América latina, constituyó una herramienta infaltable en las salas quirúrgicas de la época.

Su ingeniosa estructura está compuesta por una cámara esférica metálica de aproximadamente diez centímetros de diámetro, rellena de un material esponjoso destinado a impregnarse con el gas anestésico en estado líquido. Dicha esfera, posee cuatro orificios sobre su superficie, dispuestos a modo de puntos cardinales. Uno de dichos puertos se conecta a través de un pequeño tubo a una máscara facial construida en el material que la esfera, que posee dos anillas laterales. En el punto opuesto a la máscara, el dispositivo presenta una tapa de aproximadamente cinco centímetros de diámetro que luego de ser extraída deja ver una estructura esponjosa de color verde que ocupa toda la cavidad, y constituye el sitio por donde se cargaba el gas anestésico (su capacidad de reserva era de aproximadamente 200 ml de éter, lo que equivalía a un período variable de una a tres horas de anestesia). En los otros dos orificios se encuentran la pequeña bolsa de aproximadamente 800 ml de capacidad, y localizada de manera opuesta al reservorio, una rueda metálica o dial, provista de una suerte de aguja de reloj que opera en torno a una graduación que transcurre a lo largo de una escala secuencial, con valores del cero a ocho en sus extremos.

Las llamativas características funcionales de este dispositivo fueron las que lo transformaron en un elemento de uso masivo durante varias décadas. Su manejo era simple, no era demasiado costoso, y fue utilizado no solo por médicos, sino también por: estudiantes de medicina, enfermeros, religiosas, y boticarios; lo cual constituía una variable de riesgo que no estuvo exenta de complicaciones fatales. La simplicidad de su uso generó consecuentemente un efecto de estancamiento en el avance de nuestra especialidad, ya que colocó a la práctica anestésica en una zona de confort que limitó el desarrollo de innovaciones en cuanto a elementos, instrumentos, y técnicas de uso masivo.

Entre los aspectos negativos del aparato de Ombredanne, podemos citar la imposibilidad de “bolsear” al paciente, ya que la bolsa reservorio era llenada por los movimientos respiratorios del mismo; por lo tanto, ante una apnea prolongada, no resultaba posible asistir o controlar respiratoriamente a quien estaba siendo intervenido quirúrgicamente, quedando su vida en manos de la divina providencia. Para complicar aún más las cosas, al ser una misma unidad la máscara y el dispositivo, sumado a su peso de aproximadamente 2 kilogramos; en caso de presentarse una obstrucción de la vía aérea, las manos del operador quedaban totalmente paralizadas en su función de sostén y resultaba extremadamente problemático realizar maniobras para permeabilizar la vía área. Producto de estos mortales enemigos “la apnea y la obstrucción de la vía aérea”, el diseñador de dicho instrumento había tomado ciertos “recaudos”. Al existir una reinhalación permanente de los gases exhalados, se producía una inevitable hipercapnia (considerada positiva en su época), con la consecuente acidosis respiratoria que estimulaba o favorecía la respiración espontánea del paciente. El aumento de la concentración de dióxido de carbono en sangre se incrementaba más aún, producto de la bradipnea ocasionada por el agente anestésico, y sumado a los efectos “beneficiosos” antes mencionados inducidos por niveles elevados de CO2, se consideraba a la hipercapnia útil desde el punto de vista hipnótico, ya que se especulaba con altas concentraciones de CO2 como narcótico para deprimir el sensorio, y así potenciar los efectos del gas anestésico.

Las particularidades inherentes a la dinámica de gases de dicho aparato; y las llamativas modificaciones de la fisiología respiratoria, cardíaca, y cerebral que se generaban con su uso, constituían al finalizar la cirugía factores que entorpecía enormemente la recuperación anestésica, debido a que se requería de varias horas para que el paciente recobrara la conciencia, normalizara la función ventilatoria, y se recuperara de la emesis que acompañaba al éter dietílico casi como una sombra, y que hacía en muchas ocasiones del postoperatorio un verdadero tormento. Todas estas vicisitudes sufridas por el paciente y contempladas por quienes realizaban la anestesia; transcurrían durante las primeras décadas del siglo XX bajo un sistema de monitoreo puramente semiológico, constituido por la observación del tamaño pupilar, congestión de conjuntivas o presencia lágrimas, características de la respiración, existencia de movimiento espontáneos o provocados por estímulos dolorosos, y coloración de la sangre o de uñas, debido a que la máscara no permitía ver la coloración de los labios. Años más tarde se incorporó como elemento de monitoreo el estetoscopio precordial, luego se comenzaron a utilizar costosos tensiómetros de mercurio para conocer valores de tensión arterial, y no fue hasta finales de la década del sesenta que se incorporó el registro electrocardiográfico durante la cirugía como elemento de uso habitual en los quirófanos.

Entre otras de sus particularidades, podemos mencionar lo incierto de los valores que marcaba su aguja; ya que la misma no determinaba un porcentaje de gas inhalado, de flujo, de volumen, de presión parcial, o de concentración del agente.; sólo constituía una referencia del grado de apertura de una de ventana o abertura que conectaba la máscara facial a la cámara donde se encontraba el éter. A pesar de ello, quienes lo utilizaban con regularidad, apoyados en la experiencia y en la intuición, lograban una administración del gas anestésico llamativamente precisa y adecuada, para permitir la realización de las más variadas cirugías, con muy buenos resultados sustentados más en el arte, que en la ciencia.

Para continuar con este artículo, voy a responder a la segunda pregunta que me formulé en el momento que tomé contacto con este llamativo elemento: ¿A quién perteneció la pieza que yo tenía en mis manos? Este interrogante me lo respondió el Dr. Manuel González, quien había recibido dicho ejemplar, en carácter de gentileza del Dr. Cavatorta (hijo). En el momento que se produjo la entrega, se mencionó que su propietario había sido el Dr. Samuel Brochner; en base a estos datos, contacte a su hijo, el cirujano vascular Gabriel Brochner, el cual aportó abundante información biográfica sobre su padre, como así también algunas fotografías. El Dr. Samuel Brochner, nació el 2 de noviembre de 1925 en Bella Vista, provincia de Corrientes. Curso sus estudios primarios en dicha localidad, y realizó sus estudios secundarios en la capital de la provincia. De la ciudad de Corrientes, se trasladó a Rosario donde estudio y se graduó en medicina. Fue en dicha localidad donde se formó como médico anestesiólogo, de acuerdo a la modalidad de la época. Realizó una concurrencia en el sanatorio Laprida junto a Jacobo Shocrón, y también fue discípulo de Alejandro Stillman (pionero y precursor de la anestesia intravenosa total en nuestro país, que entre uno de sus tantos aportes, demostró en la década del cincuenta, que la metahemoglobinemia producida por el uso de la procaína, no era tóxica para el paciente). En el año 1955 se traslada a San Nicolás, siendo el primer médico especialista en anestesiología, que se radica en dicha ciudad. Este hecho constituye un acontecimiento de suma importancia en lo inherente a la recuperación de nuestro patrimonio histórico, ya que su llegada marcó el comienzo de la profesionalización de la anestesiología en esta localidad. Contrajo matrimonio con Bertha Garelik con quien tuvo dos hijos Mariela Brochner y Gabriel Brochner, el cual siguió los pasos de su padre y se graduó como médico, y luego se dedicó a la cirugía vascular. A lo largo de su carrera ejerció su profesión en las ya desaparecidas Clínica Buenos Aires y Clínica Santa Rosa, en el antiguo sanatorio de la UOM, y en el hospital San Felipe; en estos dos últimos nosocomios, se desempeñó también, como jefe del servicio de hemoterapia. Al igual que sus maestros, utilizaba de manera habitual en su práctica la anestesia intravenosa total (TIVA), utilizando junto con la procaina (NOVOCAÍNA), el tiopental sódico como hipnótico; y gallamina, D-tubocurarina, o la succinilcolina como relajantes neuromusculares.

Dentro del anecdotario de su vida, existe una simpática historia, que comenzó durante el transcurso de un trabajo de parto gemelar bajo condiciones obstétricas desfavorables. En aquella oportunidad, uno de los neonatos nació deprimido, y el encargado de reanimarlo fue el Dr. Samuel Brochner. Como muestra de agradecimiento, los padres de aquella bebé, la llamaron María Samuela, y para continuar esta historia, con el correr de los años, la niña asistida en el momento del nacimiento por Samuel, sería paciente de su hijo Gabriel. Por cuestiones de salud, su jubilación fue precoz; y fallece a los 73 años en su domicilio de la ciudad de San Nicolás el 5 de marzo del año 1999 producto de un tercer infarto de miocardio.

Como para finalizar este apartado, en el cual describimos la biografía del Dr. Brochner, es necesario destacar que tanto él, con otros tantos anestesiólogos de su época, no fueron contemporáneos al nacimiento y al desarrollo de nuestra institución; pero sin ningún lugar a dudas fueron pioneros de nuestra especialidad, y constituyeron los cimientos de lo que con el correr del tiempo se transformaría en la Asociación de Anestesia Analgesia y Reanimación del Norte de la Provincia de Buenos Aires (AANPBA). Por todo lo expuesto, es nuestra intención otorgarles un merecido espacio a todos estos colegas que nos precedieron, y es en las páginas de esta revista en donde hemos iniciado este proceso de reconocimiento profesional e histórico.

Por último, quedaría por responder la última de las tres preguntas: ¿Quién fue el paciente que recibió anestesia con dicho ejemplar por última vez? Este, es quizás, el interrogante más difícil de dilucidar. Sólo podemos documentar, que más allá de la obsolescencia de dichos dispositivos, fueron utilizados durante muchas décadas, y existen datos que refieren el uso de la máscara de Ombredanne por parte de las religiosas que cumplían funciones de enfermería e instrumentación quirúrgica en el hospital San Felipe de la ciudad de San Nicolás hasta finales de la década del setenta. En lo concerniente a nuestro ejemplar, es probable que el paciente que recibió el vapor del éter proveniente de su esfera metálica por última vez, permanezca por siempre en el anonimato.